Juana de Arco

(Domrémy, Francia, 6-I-1412 — Rouen, Francia, 30-V-1431). En francés, Jeanne d’Arc. Santa de la Iglesia Católica y la Iglesia anglicana, militar y heroína francesa.

Santa Juana de Arco
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Juana de Arco, grabado del siglo XV.
Virgen y Mártir
NombreJeanne d'Arc
ApodoLa doncella de Orleans
Nacimiento6 de enero de 1412
Domrémy
Bandera de Francia Francia
Fallecimiento30 de mayo de 1431
Rouen
Bandera de Francia Francia
Venerado enIglesia Católica
Iglesia anglicana
Beatificación18 de abril de 1909, catedral de Notre Dame de París, por el papa Pío X
Canonización16 de mayo de 1920, Basílica de San Pedro de Roma, por el papa Benedicto XV
Festividad30 de mayo
Atributos del Santossoldado, con la espada y el estandarte real de Francia, acompañada por san Miguel
Santo patróncautivos; Francia; mártires; oponentes de las autoridades de la Iglesia; gente ridiculizada por su piedad; prisioneros; soldados; mujeres voluntarias; telegrafistas; radiofonistas

Introducción

Nacida en el seno de una familia campesina acomodada, la infancia de Juana de Arco transcurrió durante el sangriento conflicto enmarcado en la guerra de los Cien Años que enfrentó al delfín Carlos, primogénito de Carlos VI de Francia, con Enrique VI de Inglaterra por el trono francés, y que provocó la ocupación de buena parte del norte de Francia por las tropas inglesas y borgoñonas.

A los trece años de edad, Juana de Arco confesó haber visto a san Miguel, a santa Catalina de Siena y a santa Margarita, y declaró que sus voces la exhortaban a llevar una vida devota y piadosa. Unos años más tarde, se sintió llamada por Dios a una misión que no parecía al alcance de una campesina analfabeta: dirigir el ejército francés, coronar como rey al delfín en Reims y expulsar a los ingleses del país.

En 1428 viajó hasta Vaucouleurs con la intención de unirse a las tropas del príncipe Carlos, pero fue rechazada. A los pocos meses, el asedio de Orleans por los ingleses agravó la delicada situación francesa y obligó al delfín a refugiarse en Chinon, localidad a la que acudió Juana, con una escolta facilitada por Roberto de Baudricourt, para informar a Carlos acerca del carácter de su misión. Éste, no sin haberla hecho examinar por varios teólogos, accedió al fin a confiarle el mando de un ejército de cinco mil hombres, con el que Juana de Arco consiguió derrotar a los ingleses y levantar el cerco de Orleans, el 8 de mayo de 1429. A continuación, realizó una serie de campañas victoriosas que franquearon al delfín el camino hacia Reims y permitieron su coronación como Carlos VII de Francia (17 de julio de 1429).

Acabado su cometido, Juana de Arco dejó de oír sus voces interiores y pidió permiso para volver a casa, pero ante la insistencia de quienes le pedían que se quedara, continuó combatiendo, primero en el infructuoso ataque contra París de septiembre de 1429, y luego en el asedio de Compiègne, donde fue capturada por los borgoñones el 24 de mayo de 1430.

Estudio ampliado

Dos cabezas para una Corona

Tras la terrible derrota de la caballería francesa contra los arqueros ingleses en Crécy, tras el reinado de Carlos VI, tras el desastre de Azincourt, Francia tenía ahora dos reyes. Uno es Enrique VI, hijo del vencedor de Azincourt, Enrique V de Inglaterra.

Pero ser rey de Inglaterra ya no tiene el mismo sentido que en los tiempos de Enrique II Plantagenet, pues ahora no se trata de príncipes franceses que se hayan apoderado de Inglaterra. Desde el tiempo de Eduardo I de Inglaterra, los reyes y los barones ingleses hablan la lengua de su país, y ahora sería Francia, si fuese conquistada, la que se vería conducida por Inglaterra. Ciertamente, los ingleses aman a Francia. La aman tanto, que, como afirma Enrique V de Inglaterra, quieren poseer todos sus pueblos. Pero el poderoso y valiente Enrique V, a quien el tratado de Troyes había concedido el derecho a la Corona de Francia, murió inesperadamente, dejando como heredero a un niño de pocos meses. Su tío, el duque de Bedford, aseguraría la regencia en su nombre.

La situación habría resultado crítica para los invasores ingleses si el otro candidato al trono hubiera sido digno y capaz de aprovecharse del momento. Pero el delfín Carlos, el futuro Carlos VII de Francia, llevaba una vida languidenciente en su reino, que se reducía cada vez más: la menor adversidad bastaría para que abandonase todas sus pretensiones. Y, por otra parte, ¿tenía acaso algún derecho al trono? Sus padres, Carlos VI e Isabel de Baviera, al firmar el tratado de Troyes que dejaba la Corona de Francia a los ingleses, le habían marginado. Isabel justificaba aquella exclusión, aparentemente ilegítima, insinuando que el «sedicente delfín» no era más que un hijo natural. Y lo cierto era que todo el país estaba al corriente de las muchas aventuras de la reina de Francia. ¡Pobre Francia, que tenía dos reyes, uno demasiado joven para hacer valer sus derechos, y el otro, que dudaba incluso de tenerlos! Cuando nada es seguro, todo es posible, y cualquier intriga puede resultar ventajosa. Ya no se trata sólo de una guerra entre ingleses y franceses, sino de una guerra civil.

Con los ingleses, estaban no solamente los «colaboracionistas», sino también los borgoñones, deseosos de vengar la muerte de Juan I de Inglaterra, asesinado en el puente de Montereau por los hombres del delfín Carlos. Los ingleses y sus aliados poseían París y toda la parte septentrional de Francia. Al sur del Loira, Carlos conservaba algunas provincias fieles: el Berry, la Sologne y el Poitou. Aquí y allá, alguna plaza fuerte que se había negado a rendirse a los anglo-borgoñones: Mont-Saint-Michel al oeste y Vaucouleurs al este, por ejemplo. Pero, sobre todo, la guerra producía miseria: bandas de soldados ingleses y franceses, partidas de salteadores o de borgoñones, todos saqueaban el país. La miseria es mala consejera: hundidos por sus desgracias, decepcionados por el mediocre Carlos VII, rey de Bourges, que no se atrevía a actuar y que, además, podía ser considerado un asesino, los franceses se inclinaban cada vez más del lado de los vencedores que, en aquel momento, eran los anglo-borgoñones. Las victorias de sus ejércitos parecían absolver a Enrique VI de Inglaterra de ilegitimidad.

Entonces apareció Juana

Los franceses atacan la retaguardia de los ingleses. Miniatura. París, Biblioteca Nacional.

Pero Orleans resistía. Situada a orillas del Loira, la ciudad protegía las regiones de la Francia meridional. Su caída habría permitido a los ingleses precipitarse sobre Bourges y ocupar los últimos territorios del rey Carlos VII. Perdida Orleans, el «bastardo» desalentado, que veía en la sucesión de las derrotas la prueba de su ilegitimidad, acaso habría abandonado la partida, y la Francia «libre» desaparecería con él.

Orleans, asediada, seguía resistiendo, pero la carestía la amenazaba. Entonces apareció Juana de Arco, que iba a ser la heroína de la más extraordinaria aventura de todos los tiempos. En Domrémy, pueblecito de la Lorena, vivía una familia de modestos campesinos. Todos trabajaban pacientemente, sin esperar siquiera poder traspasar nunca las colinas que rodeaban el pueblo. Juana, nacida en 1412, era una muchacha sencilla y piadosa, y nunca había mostrado afán de aventuras. Se conformaba con hacer, humildemente, el trabajo que se le encomendaba. A menudo, guardaba el rebaño de su padre.

A aquel rincón perdido de Francia, las noticias llegaban con mucho retraso. Se sabía que Francia tenía dos reyes, y, desde luego, sentimentalmente, la buena gente de la región simpatizaba con el rey de Bourges, ya fuese porque éste se hallaba dentro del "orden querido por Dios y de la tradición" de que el hijo suceda al padre, ya fuese porque, indudablemente, un sordo instinto empujaba a aquellas gentes a desconfiar del rey extranjero, inglés, y tal vez también porque Domrémy dependía de Vaucouleurs, cuyo capitán, Roberto de Baudricourt, personaje caballeresco, se había negado a ceder ante las presiones de los angloborgoñones y había permanecido leal a Carlos VII. Se trataba de una acción valerosa, probablemente inútil, porque los ingleses, cuando hubiesen querido, habrían podido hacerle "entrar en razón", pero de momento aquella región fronteriza no les interesaba. Era el 1428: siete años desde la muerte de Carlos VII, años de malas noticias. Pero, ¿qué podían hacer unos simples campesinos? Desde que Francia existía, nunca se les había pedido su parecer. Guerra y política son asuntos de profesionales.

¿Salvar a Francia? Una idea loca

El asedio de Orleans. Miniatura. París, Biblioteca Nacional.

¿Cómo pudo, entonces, despuntar en la mente de Juana de Arco la loca idea de salvar a Francia? Parece una cosa absurda. Los historiadores han tratado siempre de explicar este misterio, sin conseguirlo. Algunos llegaron a afirmar que Juana de Arco era hija ilegítima de Isabel de Baviera (reina de Francia), y, por lo tanto, hermana de Carlos VII, y que había sido confiada a aquellos sencillos campesinos de Lorena. Al tener conocimiento de sus orígenes, Juana se había sentido obligada a correr en ayuda de su hermano.

Pero esta tesis está desechada ya. Y como el razonamiento, por ahora, resulta incapaz de explicar este misterio, queda la explicación sobrenatural. Juana oyó a san Miguel y a santa Catalina de Siena que le ordenaban salvar a Francia: misión divina. Para otros, se trata de mentiras y brujerías: la de Juana es una misión diabólica. En aquel tiempo, todo se reduce a la alternativa de enviada de Dios o enviada del diablo. Juana cree en aquellas voces tan fuertes que dan a la tímida joven el valor de ir a visitar al señor de Baudricourt, el único que puede facilitarle armamento, escolta y salvoconducto. Puede imaginarse la reacción de Baudricourt cuando oye a aquella joven afirmar que ella tiene que salvar a Francia. ¿Cómo puede triunfar una doncella donde el esfuerzo de poderosos y valientes capitanes ha fracasado? Baudricourt tuvo que reírse y tratarla de tonta. Pero Juana vuelve a la carga, y Baudricourt acaba aceptando. ¡Extraño cambio! También aquí son posibles muchas interpretaciones. ¿Fue tocado Baudricourt por la gracia, fue impresionado por el ardor y por la sencillez de Juana? O, más bien, conocedor de la situación desesperada de su señor Carlos VII, ¿sabía que ya no se podía contar más que con un milagro?, E1 hecho es que Juana, acompañada de una escolta y provista de una carta de presentación de Roberto de Baudricourt, llegó a Chinon, donde residía Carlos VII de Francia.

La entrevista de Chinon

El rey accedió a recibirla, pero, acaso para divertirse, decidió poner en el trono, en su lugar, a un paje. Juana, que no había visto nunca al rey, no se dejó engañar, y fue directamente hasta el fondo de la sala, hacia un personaje feo, insignificante y mal vestido: el rey de Francia, Carlos VII. Este concedió a Juana una entrevista a solas. No se sabe lo que se dijeron, pero, al final de la reunión, el rostro del pobre rey estaba resplandeciente. ¿Qué le habría dicho Juana? Logró convencerle, sin duda, de que era verdaderamente hijo legítimo de Carlos VII. Todo se fundaba en aquella legitimidad. Si no era un bastardo, el tratado de Troyes era ilegal, y, por lo tanto, él era el único rey de Francia, y su guerra no era sólo guerra de interés personal, sino una guerra casi sagrada del derecho contra la usurpación, del bien contra el mal.

Pero Carlos VII tomó sus precauciones. Ante todo, se aseguró de que la que se hacía llamar «doncella» merecía, en realidad, este apelativo, para lo cual la hizo examinar. Después, la envió a Poitiers. Allí, Juana fue interrogada por teólogos acerca de cuestiones religiosas, y la ortodoxia de sus respuestas demostró a los doctores que Juana no estaba inspirada por satanás. Perdidos por la infamia de una mujer —Isabel de Baviera—, Carlos VII y Francia podían creer en una mujer redentora, cuya pureza era garantía de moralidad. Desde aquel momento, el rey creyó en Juana y le confió un ejército.

Juana de Arco y otros personajes de su tiempo

En realidad, no eran más que unos centenares de hombres, muy pocos para afrontar la difícil misión de liberar a Orleans. Pero el rey era pobre, y las desgracias le habían vuelto receloso: en todo caso, confiar un ejército a una mujer —y, además, campesina— era ya una acción bastante descabellada. Por otra parte, si realmente era una enviada de Dios, la protección divina supliría, sin duda, la debilidad de los hombres. Y, en efecto, ocurrió lo imposible.

Cambia el espíritu de los combatientes

En abril de 1429, Juana consigue penetrar en Orleans. La llegada de aquellos refuerzos resucita el vigor de los hambrientos combatientes. Los grandes capitanes, caballeros orgullosos y soldados sin fe ni ley, acceden a combatir a las órdenes de aquella muchacha. Ha nacido la leyenda de Juana. Se abandonan todas las reglas, todas las tácticas prudentes, todas las leyes de la acción bélica. Lo imposible se hace posible: los franceses han recobrado un espíritu y una fe que allana las montañas.

Los ingleses, atacados sin descanso, no tardan en abandonar el asedio de Orleans. En Patay sufren una derrota que recuerda la de Azincourt: dos muertos franceses contra dos mil ingleses. Seguidamente, los capitanes quieren diezmar a los ingleses, que ya no logran defenderse, pero Juana se niega a liberar inmediatamente la Normandía, operación aconsejada, en cambio, por la estrategia militar.

En Reims, Dios consagra al rey de Francia

La fe se impone sobre la razón militar. Según sus voces le han ordenado, Juana quiere que el rey vaya a hacerse consagrar en Reims. Porque Francia tenía, en efecto, dos reyes, pero ninguno de los dos había recibido aún, con la unción, la garantía del derecho divino. Enrique VI de Inglaterra era demasiado joven, y Carlos VII nunca había tenido fuerza para abrirse paso hacia Reims, en territorio anglo-borgoñón.

Pero Juana insiste. Ante la Doncella y los ejércitos reales, las ciudades, en otro tiempo vacilantes, se entregan, una tras otra. La leyenda de Juana corre más que la fuerza de los ejércitos, y las vacilaciones de los habitantes de las ciudades son cada vez menores. Consagrado «rey de Francia por la gracia divina» el 17 de julio de 1429, Carlos VII tiene ahora el prestigio y la confianza en sí mismo que antes le faltaban. Ahora es más que un rey: es el rey.

Pero el apogeo de Juana es el comienzo de su ocaso. Ella quiere seguir combatiendo, aprovecharse de los hechos favorables y del prestigio alcanzado para llevar adelante su misión y expulsar de Francia a todos los ingleses. Pero a la pasión de Juana, Carlos VII, totalmente transformado, opone su prudencia. Al tiempo de los milagros sucede el de la política. Mientras el rey inicia negociaciones con los borgoñones —tal vez obsesionado por el asesinato de Juan I de Inglaterra y en busca de perdón—, Juana, con tropas reducidas en número, quiere liberar a París. Pero todo ha vuelto a ser normal, verdaderamente, y Juana fracasa. Y aquel fracaso parcial hace dudar de sus poderes y de la ayuda divina, y viene a justificar los temores y las vacilaciones.

Cómo tomó Pierre Aillet la ciudad de Melun, con las escalas. Miniatura. París, Biblioteca Nacional.
La jornada de los arenques. Miniatura. París, Biblioteca Nacional.

Acabado el místico entusiasmo, el impulso de los franceses se rompe, el 23 de mayo de 1430, en Compiègne: Juana cae prisionera de los borgoñones y es entregada a los ingleses.

Para los ingleses, el hecho de haberse apoderado de Juana es muy importante, pues su situación es crítica en todas partes. Sabiendo, al fin, por quién se baten, los franceses han recobrado su sentimiento nacional. Gracias a Juana, el inmenso conflicto atañe ahora a todo el pueblo de Francia.

Pero todo se funda en Juana: Carlos VII se ha impuesto gracias al manifiesto carácter divino de Juana; si se demuestra que Juana es una bruja, todo cambia, e incluso la consagración de Reims se considerará sólo como una mascarada inspirada por Satanás.

Sin embargo, los ingleses no pueden juzgar directamente a Juana, porque ésta no ha cometido ningún delito común, y no se juzga a un soldado. Corresponde, pues, juzgar el caso a los tribunales eclesiásticos. Se confía la misión al obispo de Beauvais, Pierre Cauchon, personaje ambicioso que no está dispuesto a detenerse ante la preocupación por la verdad.

Rouen

Encarcelada en Rouen, Juana espera que acuda a socorrerla el rey de Francia, que tanto le debe. Pero Carlos VII, que ha alcanzado ya su objetivo, no se acuerda de la gratitud. Sin ayuda de nadie, en una tremenda soledad, Juana tiene que hacer frente a su destino. Todo la aterra: el miedo a la muerte, los malos tratos de sus carceleros, las preguntas insidiosas de los jueces, que pueden confundir fácilmente a aquella campesina iletrada, y, sobre todo, la duda acerca del valor de su misión. ¿Ha escuchado las voces, verdaderamente? ¿No ha soñado, no ha sido víctima del demonio? No es fácil imaginar el valor necesario a un espíritu sencillo y solitario para luchar contra aquella hidra de muchas cabezas: el miedo.

Al principio, Juana espera y resiste. La interrogan sobre sus voces y sus visiones, confiando en hacerla pronunciar palabras heréticas. Le preguntan si los ángeles que se le aparecieron estaban desnudos. Ella responde: «¿Pensáis que Dios no tiene con qué vestirlos?» Y cuando se le pregunta: «¿Dios odia, acaso, a los ingleses?», esquiva la trampa, diciendo: «Si Dios siente amor u odio hacia los ingleses, yo no lo sé. Sólo sé que serán expulsados de Francia Pero un día la ponen junto a un verdugo dispuesto a conducirla a la hoguera. Tres veces le piden que renuncie a la ayuda de Satanás. Y tres veces ella se niega a admitir que haya hecho un pacto con el diablo. Entonces, Pierre Cauchon le lee la sentencia de muerte. El cansancio y el miedo la dominan, y se declara dispuesta a confesar todo lo que quieran. La farsa parece llegar a su fin. La pena es conmutada por la decadena perpetua. Los ingleses triunfan.

Pero, dos días después, Juana recobra su valor, decide afrontar su destino hasta el final, y se retracta. Inmediatamente es condenada como reincidente y entregada al brazo secular, es decir, a los ingleses. El 30 de mayo de 1431, en la plaza del mercado de Rouen, es llevada a la hoguera. Proclama todavía que sus voces no le han mentido, y, con un valor que impresiona incluso a los soldados ingleses, muere estrechando la cruz contra su pecho. Sus cenizas son luego dispersadas sobre el Sena: los ingleses tienen gran temor de que sus restos puedan servir de reliquia, propagando por todo el país aquella fuerza milagrosa que los había vencido.

El fin de la historia, el comienzo de la leyenda

Cómo se batieron la Doncella y los franceses ante París. Miniatura. París, Biblioteca Nacional.
Cómo derrotaron a los ingleses Poton y La Hyre ante Gerberoy. Miniatura. París, Biblioteca Nacional.

Esta fue la prodigiosa historia de Juana de Arco, la Doncella que había mostrado a los franceses que el patriotismo y el sentimiento pueden tener una fuerza que la razón no conoce. En un momento en que todo estaba perdido, y en el que, sobre todo, los espíritus se habían perdido a sí mismos, Juana había mostrado el camino sencillo, digno, pero que no se discute.

La colaboración puede ser ventajosa y razonable, pero, en cualquier caso, durante un breve período; a largo plazo, todo está perdido cuando el espíritu de un pueblo se disuelve. Pero esta lección sobrepasa el caso particular de Francia y es válida para toda la humanidad: el mundo es rico en héroes guerreros, en príncipes hábiles, pero mucho más raros son los que han dado muestras del valor más hermoso, el que se demuestra en las adversidades.

La lucidez del corazón de Juana de Arco alcanza la claridad de la mente de Sócrates. La fuerza de la una y del otro es la de una humanidad para la que la palabra felicidad no es nada si no es la del alma. Juana murió sola. Sin embargo, en 1450, veinte años después, Carlos VII, que se lo debía todo, ordena una investigación sobre el proceso del 1431. El proceso de rehabilitación no tiene lugar hasta 1456. Extrañamente, Juana había sido olvidada muy pronto.

El rey Carlos VII no recuerda ni una vez el nombre de Juana en las medallas que hizo acuñar, en gran cantidad, para celebrar la reconquista del reino, como si la hazaña de Juana le molestase y quisiera reservarse todo el mérito de la liberación. También la historia la olvidó rápidamente. Jacques-Bénigne Bossuet, al escribir una historia de Francia para la educación del Delfín, no dedica a Juana más que unas pocas líneas. Otros hacen de ella un instrumento de Carlos VII o de Baudricourt. Y otros llegan a considerarla como una especie de Mata Hari, utilizada por los servicios secretos de la época.

La literatura sigue el mismo camino: un autor que se hace pasar por William Shakespeare la trata de bruja impúdica en su Enrique VI, y el propio Voltaire la considera nada menos que como una pobre idiota. El primero en rendir público homenaje a Juana es Napoleón I Bonaparte, en 1803. Pero sus intenciones pueden infundir sospechas: en la lucha contra Inglaterra, el personaje de Juana puede ser para él un útil aliado. Si Juana hubiera obtenido sus victorias sobre los italianos o sobre los alemanes, no habría interesado a Napoleón, en absoluto.

Pero la suerte está echada: todas las corrientes de opinión se vuelven hacia Juana, unas para hacer de ella una heroína popular, y otras para insistir en su patriotismo nacional. Sus estatuas se multiplican. En 1910 había cerca de 20.000. La pintura la representa de todas formas: vestida de guerrera, de pastorcilla, en la hoguera y en todas las actitudes, grandilocuentes o sencillas. Más recientemente, la literatura ha intentado penetrar el misterio que la rodea: Friedrich von Schiller, Paul Claudel y George Bernard Shaw la hacen heroína de sus obras. También el cine se ocupa de ella. Los héroes demasiado gloriosos se escapan pronto de la historia. Muerta Juana, quedaban por realizarse sus predicciones: expulsar a los ingleses de Francia.

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